EL REENCUENTRO CON COLOMBIA
La vida ha sido buena conmigo, y he podido regresar no sólo una sino muchas veces a Colombia. Quizás es como he dicho en diversas oportunidades por ahí, que tanto amor por Colombia no puede sino ser correspondido de igual manera. Esa debe ser la razón por la cual he tenido el privilegio de regresar a esa tierra tan querida en varias oportunidades en los últimos años.
Ya no viajo a Colombia para estudiar como lo hice en las dos primeras oportunidades, no porque piense que ya no necesito aprender, sino porque ahora es el tiempo de hacerle caso a lo que me sugiere el corazón. Aunque ahora no viajo a Colombia con el propósito específico de conocer lugares nuevos, siempre termino descubriendo rincones mágicos.
Cuando la oportunidad se presentó, el primer viaje de regreso se constituyó en un entusiasmo gigante desde el momento en que la decisión fue tomada. Los preparativos, la compra de los pasajes, el dejar todo al día en la universidad… todas esas actividades llenaron mis días e impidieron que la ansiedad se apoderara de mi.
¡Doce años de espera fue algo interminable! Pero todo ocurre a su debido tiempo…. ¡Ni antes. . . . ni después! Muchas veces uno no comprende los motivos ni las circunstancias por las que se producen los hechos en la vida. ¡Por doloroso que pueda resultar, por alguna razón las cosas ocurren de cierta manera!
El primer viaje fue una emoción pura e intensa desde que salí de Valdivia. La espera en Santiago para abordar el avión la viví con ansiedad creciente conforme pasaban las horas, pero asumiendo y disfrutando cada minuto como parte de una experiencia inolvidable.
Nunca un viaje en avión tuvo para mí una llegada a destino más espectacular. Como si yo mismo lo hubiera podido planificar, el avión debió realizar un sobrevuelo por los alrededores de la capital colombiana a la espera de su turno para el aterrizaje en la congestionada pista del aeropuerto. Dos giros grandes y completos sobre Ambalema en una deliciosa tarde parcialmente soleada fueron el saludo de bienvenida y reencuentro que nos dimos Colombia y yo. “Fuera de programa” y directamente bajo mí pude contemplar extasiado en cada giro el intenso verdor del valle del río Magdalena, que serpentea tranquilo buscando desde ya el Caribe. Los ojos se posaron con cariño y gratitud sobre esos paños verdes y sobre los bosques de guaduas… Y yo no pude evitar que se me empañara la visión mientras miles de recuerdos se sucedieron raudamente.
Y así ha sido también en los arribos posteriores. Primero las gruesas y blancas nubes que no dejan ver nada y que hacen crecer aún más la expectación, luego el verde intenso de las montañas que aparecen fugazmente en los irregulares claros que se forman allá arriba, después los invernaderos de los cultivos de flores que se multiplican ordenadamente sobre la sabana, y finalmente esa tenue bruma que filtra con delicadeza el baño de sol sobre algunos sectores de Bogotá. Sí, allá abajo nos recibe la hermosa capital de Colombia. Desde lejos reconozco los clásicos rascacielos del Centro Internacional, y busco con ansiosa mirada la figura blanca de Monserrate brillando en las alturas de los contrafuertes cordilleranos, desde donde vigila silenciosa el acontecer diario en las calles y carreras de la ciudad. Naranjo y verde, armonía tan grata en la combinación del ladrillo y la vegetación. Todo tal cual lo recordaba. Y ya el avión desciende con seguridad sobre la pista de El Dorado.
Un aplauso cerrado y espontáneo de todos los pasajeros premia la impecable maniobra de aterrizaje. Seco mis ojos con alegría y me dispongo a vivir, segundo a segundo, el ansiado encuentro.