sábado, 10 de enero de 2009



SOY AFORTUNADO


Yo me cuento entre los afortunados que han bebido del exquisito zumo de ese fruto escondido de América. Entre quienes han tenido la paciencia para oír las sigilosas y apacibles melodías de los páramos colombianos; entre quienes pueden distinguir los perfumes que dispersa la brisa en los caminos de la tierra caliente. Yo me cuento entre quienes saben interpretar el sonido del agua que desciende rumorosa entre guaduales desde los nevados de su Cordillera Central.

Yo logré entender lo que cuentan aquellas antiguas y limpias calles, cuando se despiertan a las frescas mañanas payanesas. Y supe de la embriaguez cromática que generan las flores de los campos de Boyacá, y de la serena hermosura de las noches de luna tropical en Ladrilleros.

Soy afortunado porque una andina brisa bajó amistosa desde el volcán Galeras para darme la bienvenida en Pasto, y en las níveas alturas una ventisca del Nevado del Ruiz salió a mi encuentro para explicarme con inextinguible desconsuelo la tragedia de Armero.

Conocí el lenguaje de señas de los palmares del valle del Magdalena…. y el mensaje de amistad y cariño que en todas partes me prodigan cuando viajo a Colombia.

Soy afortunado porque grabé en mi corazón cada sorprendente paisaje de las carreteras que he recorrido en las montañas y llanuras del Tolima, porque en Ibagué la tarde cálida me salió a encontrar y me invitó a compartir con los amigos latinoamericanos la alegría de conocernos.

Comprendí en Medellín la vitalidad antioqueña, y pocas veces me he sentido viviendo y sintiendo tan conscientemente el momento presente como cierta tarde cuando escuché a los paisas cantar a voz en cuello su himno regional, mientras contemplaba yo la sombra acogedora que proyectaban sobre los prados unos árboles mecidos por la brisa del valle de Aburrá.

Cada ciudad y cada pueblo colombiano en que he estado han dejado una huella indeleble en mí, grabándose su alma urbana en mis recuerdos, tan fuertemente que me basta evocar algunas imágenes para sentir nuevamente el colorido de sus calles en mis pupilas y en mi rostro la caricia del viento que me trajo los aromas de los jardines.

Me siento afortunado de haber conocido la fuerza salobre, profunda y telúrica en las calles fresquitas de Zipaquirá, después de probar una oblea con arequipe allá cerca a la plaza principal. Feliz me sentí caminando por las soleadas y limpias callecitas de Nemocón hacia el museo de la mina de sal, sintiendo en mi piel y en mi corazón algo mucho más profundo e intenso que el calorcito del sol que me bañaba esa tarde. A veces creo que el tiempo pudo haberse detenido para siempre en esas profundidades silentes y de paz inmensa y subyugante de las galerías salinas de Nemocón y Zipaquirá, cuando mi corazón se sentía abrumado por aquello hermoso e inolvidable que estaba viviendo. Después de todo, parece que de cierta manera se detuvo…. Quizás la vida quiso que dejara enterrado para siempre en esas profundidades colombianas un pasado largo, penoso… triste y un presente de sentimientos desbordados pero aún lleno de dudas, para despertar casi a la salida del túnel umbrío a una vida nueva, más intensa, más espiritual, más sencilla, más iluminada, más real. . . más hermosa.

Vértigo de los cañones del río Patía, sus insondables profundidades me quitaron el aliento y me retrotrajeron a las sensaciones primigenias para expulsar de mí todo vestigio de deterioro y permitirme nacer de nuevo a la vida que el cielito lindo de Cali me invitaba generosamente a recorrer.

Bocanadas de aire puro y fresco fluyeron hacia mis pulmones en la increíble Manizales, encumbrada hermosura engastada cual piedra preciosa en las montañas de la cordillera central, resplandeciendo desde lejos al sol que en el Páramo de Letras apenas tenía fuerza para disipar la niebla que arropaba frailejones y pastizales mecidos al viento.

Sí, soy afortunado, porque bajo el tórrido calor en La Dorada aprecié todo el ímpetu del río Magdalena que se desplaza con fuerza hacia el norte, al encuentro de territorios que aún debo conocer. Lejos, allá en Barranquilla, volví a encontrarme con el majestuoso río bajo el también aplastante calor. Pero con las tierras que se extienden entre medio mantengo una deuda pendiente que deseo saldar algún día. Y deudas tengo también con los Llanos, que al son de arpas bien afinadas me convidan a recorrer sus extensiones inmensas, regiones de Colombia para las que pido a Dios oportunidad y tiempo para conocer.